CUENTO SIN MORALEJA
								
				
				
 
Un hombre vendía gritos y palabras, y le  iba bien, aunque encontraba mucha gente que discutía los precios y solicitaba  descuentos. El hombre accedía casi siempre, y así pudo vender muchos gritos de  vendedores callejeros, algunos suspiros que le compraban señoras rentistas, y  palabras para consignas, eslóganes, membretes y falsas ocurrencias. 
Por fin el hombre supo que había llegado la  hora y pidió audiencia al tiranuelo del país, que se parecía a todos sus colegas  y lo recibió rodeado de generales, secretarios y tazas de café. 
-    Traduce lo que  dice -mandó el tiranuelo a su intérprete-. 
Muy indignados, los asistentes y en especial los generales,  rodearon al tiranuelo para pedirle que hiciera fusilar inmediatamente al hombre.  Pero el tiranuelo, que estaba pálido como la muerte, los echó a empellones y se  encerró con el hombre, para comprar sus últimas palabras. 
Entretanto, los generales y secretarios, humilladísimos por el  trato recibido, prepararon un levantamiento y a la mañana siguiente prendieron  al tiranuelo mientras comía uvas en su glorieta preferida. Para que no pudiera  decir sus últimas palabras lo mataron en el acto pegándole un tiro. Después se  pusieron a buscar al hombre, que había desaparecido de la casa de gobierno, y no  tardaron en encontrarlo, pues se paseaba por el mercado vendiendo pregones a los  saltimbanquis. Metiéndolo en un coche, lo llevaron a la fortaleza, y lo  torturaron para que revelase cuáles hubieran podido ser las últimas palabras del  tiranuelo. Como no pudieron arrancarle la confesión, lo mataron a puntapiés. 
Los vendedores callejeros que le habían  comprado gritos siguieron gritándolos en las esquinas, y uno de esos gritos  sirvió más adelante como santo y seña de la contrarrevolución que acabó con los  generales y los secretarios. Algunos, antes de morir, pensaron confusamente que  todo aquello había sido una torpe cadena de confusiones y que las palabras y los  gritos eran cosa que en rigor pueden venderse pero no comprarse, aunque parezca  absurdo.  Y se fueron pudriendo todos, el tiranuelo, el hombre y los generales y  secretarios, pero los gritos resonaban de cuando en cuando en las esquinas. 
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