EL SIGNIFICADO DEL PADRE NUESTRO
¡Padre nuestro que estás en los Cielos, santificado sea tu nombre!
Creemos en Ti Señor, porque todo revela tu poder y tu bondad. La armonía del universo es el testimonio de una sabiduría, una prudencia y una previsión que superan todas las facultades humanas. El nombre de un ser soberanamente grande y sabio está inscrito en todas las obras de la creación, desde la brizna de hierba y el más pequeño de los insectos, hasta los astros que giran en el espacio. En todas partes vemos pruebas de tu cuidado paternal. Por eso, ciego es el que no te reconoce en tus obras, orgulloso es el que no te alaba, e ingrato es el que no te da las gracias.
¡Venga a nosotros tu reino!
Señor, has dado a los hombres leyes plenas de sabiduría, que los harían felices si las observaran. Con esas leyes reinaría entre ellos la paz y la justicia, y todos se prestarían ayuda mutuamente, en vez de maltratarse como lo hacen. El fuerte sostendría al débil en lugar de abrumarlo. Evitarían los males que los abusos y los excesos de toda índole engendran. Todas las miserias de este mundo provienen de la violación de tus leyes, porque no hay una sola infracción a ellas que no acarree funestas consecuencias.
Has dado al animal el instinto que le marca el límite de lo necesario, y él automáticamente se conforma. En cambio, al hombre le diste, además de ese instinto, la inteligencia y la razón. También le has dado la libertad de cumplir o de infringir aquellas de tus leyes que le conciernen específicamente, es decir, le has dado la libertad de elegir entre el bien y el mal, para que tenga el mérito y la responsabilidad de sus acciones.
Nadie puede alegar que ignora tus leyes, pues con tu providencia paternal, has querido que estuviesen grabadas en la conciencia de cada uno, sin distinción de cultos ni de naciones. Los que las violan tus leyes, te menosprecian. Llegará un día en que, según tu promesa, todos las practicarán. Entonces la incredulidad habrá desaparecido. Todos te reconocerán como el Soberano Señor de todas las cosas, y el reinado de tus leyes será el de tu reino en la Tierra. Dígnate, Señor, apresurar su advenimiento, brindando a los hombres la luz necesaria para conducirlos al camino de la verdad.
¡Hágase tu voluntad, así en la Tierra como en el Cielo!
Si la sumisión es un deber del hijo para con su padre, así como del subalterno para con su superior, ¡cuánto más grande debe ser la de la criatura para con su Creador! Hacer tu voluntad, Señor, consiste en respetar tus leyes y en someterse sin quejas a tus designios divinos. El hombre obrará de ese modo cuando comprenda que eres la fuente de toda la sabiduría, y que sin ti, él nada puede. Entonces respetará tu voluntad en la Tierra, así como los elegidos la respetan en el Cielo.
El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy.
Danos el alimento para sustentar las fuerzas del cuerpo. Danos también el alimento espiritual para desarrollar nuestro Espíritu. El animal encuentra su comida, pero el hombre debe su sustento a su propia actividad y a los recursos de su inteligencia, porque lo creaste libre. Tú le has dicho: “Extraerás tu alimento de la tierra con el sudor de tu frente”. Así, transformaste el trabajo en una obligación, a fin de que los hombres ejercitaran su inteligencia en la búsqueda de los medios para proveer a sus necesidades y a su bienestar, los unos mediante el trabajo material, los otros mediante el trabajo intelectual. Sin el trabajo, el hombre permanecería estacionario y no podría aspirar a la felicidad de los Espíritus superiores.
Ayudas al hombre de buena voluntad que confía en ti para obtener lo necesario, pero no al que se complace en la ociosidad y que quisiera obtener todo sin esfuerzo, como tampoco al que busca lo superfluo. ¡Cuántos hay que sucumben por su propia falta, por su desidia, por su imprevisión o su ambición, y por no haber querido contentarse con lo que les habías dado! Esos son los artífices de su propio infortunio, y no tienen derecho a quejarse, porque son castigados por donde han pecado. No obstante, ni siquiera a esos abandonas, pues eres infinitamente misericordioso. Les tiendes las manos para socorrerlos, a partir del momento en que, como el hijo pródigo, retornan sinceramente a ti.
Antes de quejarnos de nuestra suerte, preguntémonos si no es producto de nuestras propias acciones. Ante cada desgracia que nos afecte, preguntémonos si no ha dependido de nosotros evitarla. Con todo, tengamos presente también que Dios nos ha dado la inteligencia para que salgamos del lodazal, y que de nosotros depende el modo en que la empleemos. Dado que el hombre está sometido a la ley del trabajo en la Tierra, concédenos el valor y la fuerza para cumplirla. Concédenos además la prudencia, la previsión y la moderación, a fin de que no perdamos sus frutos.
Danos, pues, Señor, el pan nuestro de cada día, es decir, los medios para que adquiramos, mediante el trabajo, las cosas que necesitamos para la vida, puesto que nadie tiene derecho a reclamar lo superfluo. En caso de que nos veamos impedidos de trabajar, nos confiaremos a tu divina providencia. Si está entre tus designios ponernos a prueba con las más arduas privaciones, a pesar de nuestros esfuerzos, las aceptamos como la justa expiación de las faltas que hayamos podido cometer en esta vida, o en una vida precedente, porque eres justo. Sabemos que no hay penas inmerecidas, y que nunca castigas sin un motivo.
Presérvanos, Dios mío, de envidiar a los que poseen lo que nosotros no tenemos, o incluso a los que disponen de lo superfluo, cuando a nosotros nos falta hasta lo necesario. Perdónalos, si acaso olvidaron la ley de caridad y de amor al prójimo que les has inculcado. Aparta también de nuestro espíritu la idea de negar tu justicia, si notamos que el malvado prospera, y que en ciertas ocasiones la desgracia se desploma sobre el hombre de bien. Gracias a las nuevas enseñanzas que tuviste a bien concedernos, sabemos ahora que tu justicia se cumple inexorablemente, sin excluir a nadie; que la prosperidad material del malvado es efímera, como lo es también su existencia corporal, y que padecerá terribles contratiempos, mientras que la alegría reservada al que sufre con resignación será eterna.
Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido.
Cada una de nuestras infracciones a tus leyes, Señor, representa una ofensa que te hacemos y una deuda contraída que, tarde o temprano, tendremos que saldar. Te solicitamos que nos las perdones, por tu infinita misericordia, y te prometemos esforzarnos para no contraer nuevas deudas. Tú nos has impuesto como ley expresa la caridad. Pero la caridad no sólo consiste en asistir a nuestros semejantes en sus necesidades; consiste también en el olvido y en el perdón de las ofensas. ¿Con qué derecho reclamaríamos tu indulgencia, si nosotros mismos no la aplicáramos en relación con aquellos de quienes nos quejamos?
Danos fuerza, Dios mío, para reprimir en nuestra alma el resentimiento, el odio y el rencor. Haz que la muerte no nos sorprenda con deseos de venganza en el corazón. Si te satisface sacarnos hoy mismo de este mundo, haz que podamos presentarnos ante ti limpios de toda animosidad, a ejemplo de Cristo, cuyas palabras postreras fueron de clemencia para sus verdugos. Las persecuciones que nos hacen padecer los malos forman parte de nuestras pruebas terrenales. Debemos aceptarlas sin quejarnos, al igual que todas las otras pruebas, y no maldecir a los que con sus maldades nos despejan el camino hacia la felicidad eterna, puesto que nos dijiste por boca de Jesús: “¡Bienaventurados los que sufren por la justicia!” Bendigamos, entonces, la mano que nos hiere y nos humilla, porque las heridas del cuerpo fortifican nuestra alma, y seremos exaltados a consecuencia de nuestra humildad.
Bendito sea tu nombre, Señor, porque nos has enseñado que nuestra suerte no está inexorablemente determinada después de la muerte; que encontraremos en otras existencias los medios de rescatar y reparar nuestras faltas del pasado, así como de cumplir en una nueva vida lo que no podemos realizar en esta, a los fines de nuestro adelanto. Con esto se explican, por último, todas las aparentes anomalías de la vida. La luz se proyecta sobre nuestro pasado y nuestro porvenir, señal evidente de tu soberana justicia y de tu infinita bondad.
No nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal.
Danos, Señor, la fuerza para resistir las sugestiones de los Espíritus malos, que intentan desviarnos del camino del bien inspirándonos malos pensamientos. No obstante, nosotros mismos somos Espíritus imperfectos, encarnados en la Tierra para expiar nuestras faltas y mejorar.
Señor, danos amparo en relación con nuestra debilidad. Inspíranos, a través de la voz de nuestros ángeles de la guarda y de los Espíritus buenos, la voluntad de corregirnos de nuestras imperfecciones, para que cerremos a los Espíritus impuros el acceso a nuestra alma. El mal no es obra tuya, Señor, porque la fuente de todo bien no puede generar nada malo. Nosotros mismos somos los que creamos el mal, cuando infringimos tus leyes, y por el mal uso que hacemos de la libertad que nos concediste. Cuando los hombres respeten tus leyes, el mal desaparecerá de la Tierra, del mismo modo que ha desaparecido de los mundos más adelantados.
El mal no es una necesidad fatal para nadie, y sólo les parece irresistible a los que se complacen en él. Si tenemos la voluntad de hacer el mal, podemos también tener la de practicar el bien. Por eso, Dios mío, solicitamos tu asistencia y la de los Espíritus buenos, para resistir a la tentación.
Así sea.
¡Sea tu voluntad, Señor, que nuestros deseos se cumplan! No obstante, nos inclinamos ante tu sabiduría infinita. Que en todo aquello que no nos es dado comprender, se haga tu santa voluntad y no la nuestra, porque sólo quieres nuestro bien y sabes mejor que nosotros lo que nos conviene. Te dirigimos esta plegaria, ¡oh Dios!, por nosotros mismos, y también por todas las almas que sufren, encarnadas o desencarnadas, por nuestros amigos, nuestros enemigos, y por todos los que demandan nuestra asistencia. Para todos suplicamos tu misericordia y tu bendición.
Amén
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